La rosa derramó un último pétalo y, como por arte de magia, el tiempo se detuvo. Mi malogrado corazón anunciaba su soplo final y latía marcando un funesto réquiem.
Siempre supe que Bella merecía a su lado a un tipo mejor que yo pero me alegraba de haber quitado de en medio a ese mal nacido de Gastón. ¡Ese mequetrefe merecía morir! Ya no molestaría más a mi amada, aunque por ello tendría que pagar un precio demasiado alto.
Bella me había enseñado que nunca es demasiado tarde para soñar. Para ello le brindé mi biblioteca, en un vano intento de que se enamorara de mí por mis posesiones. ¡Qué iluso fui! Bella no era como las demás, no era fácil de impresionar, a pesar de que mi fastuosa colección de libros la dejó sin habla en un primer momento.
Ella además perdonó cada uno de mis defectos y supo ver más allá de mis imperfecciones y, desde un primer momento, su sonrisa acarició mi alma. Me enseñó que, en ocasiones, hay que dejar que las cosas buenas simplemente sucedan. A su lado también aprendí que el infierno tan sólo estaba en mi cabeza.
Pero todo tocaba a su fin. A partir de aquel momento tan sólo seríamos fragmentos que algún día hubieran formado el más perfecto puzle. Pero mi tiempo se acababa y era tarde para las lamentaciones. Sentía cómo mi corazón palpitaba cada vez más y más lento, y el dolor dejaba paso a una lenta y densa oscuridad.
Una lágrima suya cayó sobre mi rostro, cubierto de pelaje, e intenté decirle que no llorara, que me había regalado los minutos más hermosos de mi vida y que había cubierto mis días de su luz, pero no me quedaban apenas fuerzas para responderle.De repente, ella acarició mi garra y murmuró:
—Te amo… No te mueras… Yo… Te amo…
Mis ojos volvieron a abrirse. Mi corazón se acompasó de nuevo al suyo, y tardé un instante en asumir que no estaba alucinando. ¡Bella me amaba!
Su cara angelical me miraba atónita, mientras noté cómo mi vello se desprendía de mi cuerpo, sin prisa pero sin pausa, como si fueran hojas secas al estallar el otoño.
De repente, en mis manos no había ni rastro ni de garras ni de pezuñas, sino que volvían a estar mis manos y mi piel pálida, a la que tanto había echado de menos.
A pesar de que la maldición se había roto y volvía a tener el mismo aspecto de siempre, sabía que jamás sería el mismo Adam. El amor de Bella me había cambiado para siempre.
—Yo también te amo, preciosa —le contesté mientras el mundo enmudecía a nuestro alrededor.
Mis fieles sirvientes también habían recuperado su forma humana, y ya no eran simples objetos, como un candelabro o una tetera. Nos miraron extasiados, mientras el amor en su estado más puro me invadía hasta las entrañas.
Mis labios se unieron al fin a los de Bella, sellando nuestros destinos de una vez por todas y para siempre. Aquella rosa que anunciaba nuestro fin, tan sólo puso un punto y seguido hacia un mañana juntos, en el que el mejor regalo sería despertarme cada día a su lado y construir un futuro sólo para los dos.
Anne Redheart
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